TOMADO DEL LIBRO "EL ARTE DE ENAMORAR" DE ANTONI BOLINCHES
La autoestima se empieza a forjar en la primera infancia como consecuencia de los cuidados y caricias que nos dispensen nuestros padres.
Si de niños hemos recibido la calidez de su afecto es fácil que la autoestima tenga una base sólida que luego se va reforzando a medida que recibimos otros aprecios quizá menos decisivos, pero igualmente, como pueden ser los prodigados por otras figuras parentales, profesores o amigos.
A nivel inconsciente, el cariño que recibimos se transforma en autoestima a través de un proceso que, de poderse verbalizar, cobraría la siguiente forma:
A) La gente me quiere, eso debe significar que soy digno de ser querido.
B) Me gusta que me quieran, por tanto recibir afecto es una cosa buena.
C) Si a mi me gusta que me quieran, a los demás también les debe de gustar.
D) Como querer es bueno y yo soy digno de ser querido, procuraré mantener relaciones en las que pueda dar y recibir ese sentimiento.
De esta manera tan simple se produce en la primera infancia la interiorización de una buena autoestima. Aunque en este caso el calificativo incurre en redundancia, puesto que la autoestima no tiene la posibilidad de ser buena o mala. Se tiene y eso es bueno, o no se tiene y entonces existe un déficit que dificulta el sentimiento amoroso, porque quien no se ha sentido querido en la infancia puede dudar de si es digno de serlo en la adultez.
Por eso es tan necesario asegurar el calor afectivo en las etapas tempranas del desarrollo infantil, ya que luego la cosa se complica. Llegan los hermanos, los celos, las rivalidades, los agravios comparativos, y todo eso afecta a la autoestima hasta el punto de hacernos dudar de nuestra capacidad de despertar amor.
Nuestros padres nos quieren porque somos sus hijos, pero ello no nos faculta para merecer el amor de los demás.