LA IMPORTANCIA DEL JUEGO EN LOS NIÑOS.
TOMADO DEL LIBRO
"CUANDO LOS NIÑOS DICEN: ¡BASTA!".
DE FRANCESCO TONUCCI
¡Es obvio!” Podría respondérsele al niño de Ponticcelli que dice: “Los niños deben jugar donde se puede jugar”, pero no es obvio en absoluto. El niño de ciudad no puede jugar donde es posible jugar, sino en los sitios donde se debe jugar. Para explicar este burdo juego de palabras es necesario insistir brevemente en el significado y las características que la actividad lúdica debería de tener para un niño.
A través del juego, el niño descubre el mundo sus misterios y sus leyes, pone a prueba sus propios conocimientos y sus propias capacidades, aprende a conocer a los demás. Este enorme esfuerzo evolutivo es posible sólo gracias a dos condiciones: que valga la pena hacerlo y que existan condiciones adecuadas. Vale la pena si se produce placer y este es, sin duda, el motor más poderoso a disposición del hombre.
Las condiciones son adecuadas si el niño puede vivir estas experiencias por sí solo, con sus amigos desafiándose y desafiándolos a cada momento, poniendo a prueba lo que sabe y lo que sabe hacer, alcanzando nuevos niveles y nuevas metas. El resultado obtenido se comunica después, con orgullo y satisfacción, a los padres. Se trata, pues, de un juego continuo entre autonomía y reconocimiento, aprobación y gratificación.
Los primeros lugares de juego se dan naturalmente en casa: gateando lejos de su madre, el niño va en busca de sus primeras aventuras y sus primeros descubrimientos. Por ello no es para nada aconsejable meter al niño dentro de un corralito; en cambio es deseable colocarlo sobre una manta: de la manta puedes salir, puede escapar para alcanzar los primeros sitios "donde se puede jugar". Puede, por ejemplo, llegar hasta la puerta de la habitación y eludir la vigilancia de su madre. Más tarde, el niño podrá jugar con un amigo en el rellano o en las escaleras. Después, en el vestíbulo o en el patio comunitario. "Bastaba bajar las escaleras para llegar a nuestra sala de juegos”, escribe Norberto Bobbio.
Más tarde en la acera de la casa; después en el solar o en la plazoleta por un espacio próximo, en el jardín, en el parque. Después en las calles del barrio, en las plazas, en los jardines de la ciudad. Éstos son “los sitios donde se puede jugar”. En cada una de estas etapas, los padres controlan y regulan la autonomía de los niños: “no salgas a la acera”, “no cruces la calle”, “responde cuando te llamo”, “vuelve dentro de una hora, “no juegues con ese niño”, “no te hagas daño”, “no te ensucies”.
Jugar consiste naturalmente también en forzar los vínculos, con una alternancia sutil entre obediencia y desobediencia. Los vínculos se relajan a medida que las capacidades, la responsabilidad y el respeto de las reglas lo permiten. El espacio del juego se ensancha, se articula, se enriquece la esfera social de referencia, aumentan los posibles compañeros de juego (y también lo adversarios). En estos espacios reales los niños encuentran a los adultos, los observan en sus actividades, procuran imitarlos, a menudo provocan sus reacciones hostiles. A veces los adultos están dispuestos a detenerse a enseñar algo a los niños a contarles un recuerdo, una retahíla. En estaciones diferentes, se hacen juegos diferentes. En sitios diferentes, se hacen juegos diferentes: no es absolutamente necesario que siempre haya exclusivamente espacios verdes para jugar; hay juegos que exigen la acera, las escaleras, el cobertizo.
¿Es posible todo esto para un niño que hoy vive en la ciudad?
Un niño que vive en la juega en casa bajo el ojo vigilante de sus padres o éstos lo acompañan a un lugar construido a propósito para jugar y donde, además, los juegos que se pueden jugar están determinados por equipos y juguetes específicos: deslizarse por el tobogán, columpiarse, girar, trepar y poco más.
Son lugares tan pobres y previsibles que anulan toda posibilidad de invención o fantasía de los niños. A los tres años, a los seis, a los diez, los mismos juegos, en el mismo sitio. En estos lugares los únicos adultos que se encuentran son aquellos que acompañan a los niños, no hacen nada que valga la pena observar ni aprender: esperan y se cansan.
Y están los colegios vespertinos de deportes, de actividades artísticas, de lenguas extranjeras. Pero son colegios, no juegos. Por tanto, no son lugares donde se puede jugar sino donde se debe jugar. Y como observa Kevin Lynch: “A los niños les gusta jugar en todas partes menos en los parques de juegos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario